Publicado el por en Comunidad Aprendizajes Conectados, Emprende GrinUGR.

El cambio está sobrevalorado. Cuenta con una excesiva e histórica reputación. Y si no que se lo pregunten a Heráclito o a Parménides, entretenidos desde hace siglos en dilucidar si todo es cambio o éste no es más que una mera ilusión porque en realidad todo permanece y nada cambia. Que se lo digan al poderoso y rápido Aquiles a quien Zenón, discípulo por cierto de Parménides, condenó a perseguir eternamente a una lenta tortuga para nunca alcanzarla demostrando así la imposibilidad del movimiento. Que se lo digan al mismo Platón y Aristóteles, que enzarzados en sus infinitas discusiones, también le dedicaron tiempo a la cuestión del cambio. Que se le pregunten a la Reina roja de a través del espejo de Lewis Carroll que dijo aquello de “hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido” (p. 33). Que se lo digan a Gregor Samsa o al protagonista de El Gatopardo de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie” (p. 20). Que se lo digan a tantos otros, anónimos, que se han visto abrumados por el cambio y por su retórica inexorable.

La escuela de Atenas. Rafael Sanzio

La escuela de Atenas. Rafael Sanzio

Ha habido épocas menos propensas al cambio. O en las que el cambio estaba peor visto cuando no directamente mal visto. Ha habido épocas en las que nada cambiaba y todo permanecía estable y sólido. Como debía ser. O al menos eso nos dicen y eso nos parece ahora con esa osada deferencia con la que tratamos el pasado y miramos al futuro. Eso nos parece ahora que, según algunos, vivimos instalados en el cambio. Ahora que todo es cambio y nada permanece. Ahora que la vida se ha hecho líquida, vaporosa, y que aquél que no cambia o muestra poco interés en cambiar es mirado con creciente sospecha. 

Claro que también podríamos decir como Walter Benjamín que “no ha habido época que no se haya sentido moderna en un sentido excéntrico, y que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente. La conciencia desesperada y lúcida de hallarse en medio de una crisis decisiva es algo crónico en la humanidad. Todo tiempo aparece ante sí mismo como tiempo inexorablemente nuevo” (Libro de los Pasajes).  Y admitir, entonces, que la tensión entre cambio y estabilidad siempre ha existido y que el diálogo entre lo nuevo y lo viejo es el verdadero motor que todo lo impulsa.

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En todo caso, volviendo al principio, el cambio está sobrevalorado pero también infrautilizado. Porque la realidad es que lo usamos poco. Si el cambio implica movimiento, parece que lo normal es conformamos con su posibilidad y olvidarnos de la acción. Matizo. Utilizamos mucho la palabra, de hecho últimamente la utilizamos casi sin parar. A la menor ocasión, la enarbolamos como bandera. Unos para amenazar con su inevitabilidad otros para aminorar su relevancia pero en la mayoría de las ocasiones el cambio no lo provocamos nosotros sino que nos viene dado, sucede sin más o nos es impuesto. No somos nosotros los que iniciamos el movimiento sino que nos mueven y nos desplazan. Otros arrancan. Otros fijan la dirección. Otros definen su alcance. Como mucho somos actores pasivos, secundarios. El cambio no solo está sobrevalorado, es casi siempre iniciativa y propiedad de otros.

En el cambio no hay orden por mucho que lo intentemos y deseemos. El cambio es desorden, es incertidumbre, es miedo y es fragilidad. El cambio es algo complejo y contradictorio. Por mucho que tratemos de fijar la ruta apenas sabemos hacia dónde vamos y mucho menos en dónde acabaremos. Pero no pasa nada, nos dicen, porque el cambio para producirse y ser creativo necesita precisamente de altas dosis de desorden, de mezcla, de azar y de encuentro fortuito. El cambio es desordenado y necesita espacio. El cambio no solo está sobrevalorado y es infrautilizado, resulta que también es caótico, difícil y conflictivo.

Vivimos en la era del cambio. En los últimos años todo se está transformando (que es la palabra que ahora usamos para hablar de cambio). Las organizaciones, los procesos y las personas están cambiando. Y aquello que aún no ha cambiado parece abocado a un destino implacable: la desaparición (Making the Change: Planning, Executing and Measuring Successful Business Transformation). Transformarse o morir es el nuevo lema, es el estribillo que repetimos sin parar. Hay expertos del cambio y consultores especialistas en transformación y lo mínimo que deben hacer las organizaciones es poner a un director del cambio en su organigrama. Todo un equipo si es posible. Lo que sea para no quedarse atrás, lo que sea para garantizar el éxito.

Howard Ignatius. One Way To Nowhere. CC 2.0 by-nc-sa https://flic.kr/p/iQVacm

Howard Ignatius. One Way To Nowhere. CC 2.0 by-nc-sa https://flic.kr/p/iQVacm

En el ámbito de las organizaciones, existe un acuerdo casi unánime en que la cultura organizacional es la clave para afrontar cualquier proceso de cambio. La cultura de una organización, como no podía ser de otra manera, es algo indefinido, líquido, que no se deja encerrar en los márgenes de un manual. Comprende un conjunto interrelacionado de objetivos, funciones, procesos, valores, conocimientos tácitos, prácticas de comunicación, actitudes y suposiciones. Vamos, algo en sí mismo inabarcable, algo que no cabe en los documentos estratégicos ni en los planes de negocio. La cultura de una organización no es parametrable, ni entra en una hoja de Excel. Es un pozo negro, un monstruo de nuestra razón que, parafraseando a Drucker, desayuna estrategia todos los días.

La cultura de una organización puede por tanto impedir y paralizar cualquier intento de cambio o por el contrario puede ser el factor determinante que garantice su éxito. Resulta que no es una cuestión de contratar consultores o directivos especializados en el cambio. No es la inversión en tecnología ni en I+D lo que nos garantiza el éxito sino tener una visión clara, unos valores definidos y una estrategia corporativa bien establecida. Y, sobre todo, una cultura organizativa que favorezca el cambio. Una cultura alineada con la estrategia de innovación y una estrategia de innovación adecuada a la cultura organizacional. Son aquellas organizaciones cuya estrategia de innovación está alineada con su estrategia corporativa y con su cultura organizacional las que enfrentan mejor el cambio (Why Culture is Key. The Global Innovation 1000). Siempre, claro, que sean culturas que favorezcan el cambio, es decir, que asuman el error como una parte del proceso, que favorezcan la colaboración y premien las ideas. Que asuman que éstas, las ideas, pueden venir de cualquier lugar y de cualquier persona, que sepan que la rapidez es una condición necesaria y la agilidad en la toma de decisiones, en la definición de los procesos, en la puesta en práctica de esas ideas una obligación ineludible (The most innovative companies 2014. Breaking through is difficult. BCG. 2014). De lo contrario, nada. O sí, porque siempre es posible desarrollar una cultura del cambio.

Ryan Tyler Smith. Old MIT class. CC 2.0 by https://flic.kr/p/nm2s5h

Ryan Tyler Smith. Old MIT class. CC 2.0 by https://flic.kr/p/nm2s5h

Insistimos entonces. Las organizaciones se transforman cuando tienen o son capaces de desarrollar una cultura del cambio. Una cultura que les permita aprovechar al máximo las oportunidades que surgen a cada momento. Que permite que la información, el conocimiento y las ideas circulen. Que es capaz de establecer mecanismos para fomentar y compartir los aprendizajes del día a día. Para innovar hay que “trabajar en voz alta”. Innovar es abrir. Innovar es aprender. Cambiamos cuando aprendemos.

Algunos autores hablan de tres grandes tipos de herramientas para el cambio: las que tienen que ver con el liderazgo, las de gestión y las coercitivas. Recomiendan comenzar con las herramientas de liderazgo y evitar a toda costa las coercitivas. Es decir, explicar antes que imponer. Contar más que dictar. Convencer antes que vencer. Señalan la importancia de que toda la organización conozca y comprenda la visión, el hacia dónde se va, el futuro, el por qué y el para qué del cambio. Pero alertan también del peligro que se corre cuando tras esta primera fase no entran en juego rápidamente las herramientas de gestión (definición de proyectos, roles, tareas, responsabilidades, indicadores y sistemas de control). Uno de los mayores y más comunes errores en la gestión del cambio, dicen los que saben, es quedarse en la visión o en el mito fundador y no poner en marcha las herramientas de gestión que permitan cimentar los cambios. El cambio necesita mitos y necesita liderazgos, pero también procesos y estructuras.

Hay ámbitos como la educación que llevan años bajo la presión del cambio: “Las transformaciones profundas que han padecido o que están padeciendo las sociedades contemporáneas exigen transformaciones paralelas en la educación nacional. Ahora bien, aunque sentimos la necesidad de cambios, no sabemos exactamente cuáles han de ser éstos”, señalaba Émile Durkheim (Pedagogía y Sociología. 1902). Y hay instituciones que parecen más resistentes que otras al cambio: “La situacio?n actual de nuestras universidades es de una crisis que apenas si se halla en sus comienzos.” (Francisco Giner de los Ríos. Escritos sobre la Universidad española. ca 1900).

La educación y las organizaciones educativas, nos dicen algunos, forman parte de ese reducto de irredentos galos fieramente opuestos a cualquier cambio. Según los nuevos profetas del cambio educativo nada ha sucedido en los últimos 150 años. Las escuelas son iguales, las aulas siguen alineando a los alumnos en los mismos pupitres de siempre, los profesores siguen impartiendo sus clases y los alumnos memorizando los contenidos. Cuando todo ha cambiado alrededor, nada ha cambiado en la educación. Nos dicen. Sabemos que no es cierto.

Sabemos que no es cierto pero al mismo tiempo sabemos que es necesario un profundo cambio. No es que nada haya cambiado, es que todo a nuestro alrededor ha cambiado mucho y necesitamos adaptar las estructuras, las metodologías y las tecnologías al tiempo que nos ha tocado vivir. A nuestro tiempo. Un tiempo de redes. Un tiempo de incertidumbres. Un tiempo de cambios.

Sabemos que el cambio es difícil, cuando no imposible, si es impuesto desde arriba. Que todo cambio tiene los días contados sino es compartido. También sabemos que no es posible provocar el cambio actuando solo sobre un factor aislado del sistema, como muchas veces hemos hecho apelando al profesorado o recurriendo a la tecnología como únicas palancas. Sólo hay cambio si actuamos sobre los procesos, la organización y las infraestructuras. Sobre las pedagogías, la organización y las tecnologías de aprendizaje (Choosing the wrong drivers for whole system reform. Michael Fullan). Sólo hay cambio si involucramos a toda la comunidad (Battling for the Soul of Education. Moving beyond school reform to educational transformation. John Abbott).

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Los sistemas se esfuerzan por sobrevivir. Y en este sentido, el sistema educativo es altamente eficiente. No son pocas las reformas, las medidas y los recursos invertidos en provocar un cambio que se resiste en llegar. El sistema educativo desayuna reformas educativas cada día. 

Pero resulta que la educación es en sí misma cambio. El fin último de la educación es prepararnos mejor para enfrentar los cambios. En la educación buscamos “herramientas” que nos permitan vivir en y con la incertidumbre. El fin de la educación no debería ser nunca superar unas pruebas para obtener un título. No debería ser acumular conocimientos. Ni siquiera, en realidad, aprender. No educamos para cambiar y nos educamos para el cambio. Para afrontarlo y para provocarlo. Nuestro reto más urgente es hacer frente a la incertidumbre del cambio y superar la parálisis que provoca la abundancia (Barry Schwartz). Más que respuestas debemos ser capaces de hacernos preguntas. Más que soluciones cerradas, nuestro tiempo reclama diversidad, más que lugares concretos, comunidades abiertas y más que contenidos necesitamos competencias. Más que saber vivir en la solidez de lo conocido necesitamos manejarnos en la liquidez de lo incierto. “Estamos tan acostumbrados a que alguien (normalmente ese grupo impreciso llamado expertos) nos diga siempre lo que debemos hacer o cómo debemos actuar que cuando no se nos suministra una receta parece que hubiera una omisión flagrante” (John Abbott: Battling for the Soul of Education). Este es el reto. Desarrollar nuestro espíritu crítico.

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Hemos creado una sociedad sobre escolarizada pero poco educada, nos dice Abbott en Overschooled but Undereducated (2009). En estos últimos 25 años, hemos asumido que estamos en una “crisis en la educación, pero hemos sido extraordinariamente lentos en admitir que esto es sólo un síntoma de un problema mucho más profundo”. De alguna manera la búsqueda de la eficiencia se ha convertido en el factor determinante de las políticas de educación. Se ha convertido en un fin en sí mismo. Hemos puesto por delante los resultados, las pruebas internacionales y la evaluación de los docentes. Hemos puesto el acento en la mejora de las escuelas individuales, incentivando la competencia entre ellas, en lugar de invertir en la capacidad general de todo el sistema. Todos nuestros esfuerzos parecen estar centrados en los individuos, en lugar de construir soluciones para el grupo. El cambio debe ser colectivo.

Necesitamos repensar el por qué y el qué necesitamos aprender. Pensar qué competencias queremos adquirir, qué conductas favorecer y qué alfabetizaciones necesitarán nuestros hijos en el futuro. Necesitamos también cambiar los cómos y los dóndes. Necesitamos pensar de nuevo los roles de la escuela y del profesor. Transformar la educación no pasa por rendir más, ni por obtener mejores resultados con menos recursos, ni por destacar en los tests y en las pruebas internacionales sino que pasa por abrir una discusión seria sobre por qué, para qué y cómo “escolarizar” (Why school. How education must change when learning and information are everywhere. Will Richardson). En definitiva cómo educar de manera diferente para una época diferente.

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¿Cómo aprender cuando el mundo cambia constantemente?, ¿qué aprender cuando el conocimiento es abundante y ubicuo?, ¿qué pasa cuando las preguntas son más importantes que las respuestas?, ¿qué pasa si lo fundamental no es aprender a aplicar técnicas concretas, sino inventar nuevas?, ¿qué pasa cuándo son los propios estudiantes los que deciden qué estudiar teniendo en cuenta las cosas que realmente les importan?.

¿Es posible diseñar entornos de aprendizaje que respondan a estas cuestiones?. Es posible crear entornos que favorezcan la creatividad y que fomenten el espíritu emprendedor, crítico y la innovación. ¿Qué sucede con el aprendizaje cuando pasamos de la infraestructura estable de siglo XX a la liquidez del siglo XXI?.

El cambio necesita liderazgos. Las organizaciones en general, y las educativas en particular, necesitan liderazgos para encarar sus procesos de transformación. Liderar en una cultura de cambio significa crear o promover la cultura del cambio (Leading in a Culture of Change. Michael Fullan). Liderar es crear entornos que favorezcan y reconozcan la capacidad de buscar y evaluar críticamente nuevas ideas y prácticas. Entornos permeables que nos permitan aprovechar tanto lo que hay dentro como lo que está fuera de la organización. Sabemos que la innovación no es tanto una cuestión de estar constantemente inventando cosas nuevas como de ser capaces de cambiar los modelos existentes para adaptarse a las condiciones cambiantes del entorno. En el caso de la educación, la innovación es nuestra capacidad de adaptar el aprendizaje a las cada vez más cambiantes demandas profesionales y vitales que todos experimentamos. Para eso, dicen los que saben, hay que cambiar.

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En las escuelas, dice Michael Fullan, el problema principal no es la ausencia de ideas ni de innovación, sino su desconexión. Demasiados proyectos, demasiado episódicos y demasiado aislados. Mucho pero poco alineado hacia una visión común. Falta cohesión. Falta orientación. Falta liderazgo. 

El cambio provoca incomodidades y diferencias de opinión que deben conciliarse. El liderazgo efectivo significa guiar a la organización a través de esas diferencias. Liderar es abrir el diálogo. Cambiar exige escribir juntos el guión. El cambio debe ser co-construido, compartido y colaborativo. El cambio demanda tener una visión clara de hacia dónde quiere ir la organización. Exige saber comunicar esta visión de manera clara y motivadora y promover una comunicación horizontal y no de arriba a abajo.

Para cambiar hay que identificar a los actores principales de esta nueva visión. El cambio requiere de casi todos. Hay que saber aprovechar al máximo las capacidades y los talentos de las personas. Nunca comenzar con el organigrama. Antes aclarar la visión. Nunca refugiarse en un nuevo equipo de altos directivos. Trabajar con los equipos existentes.

Y no olvidar la importancia de desarrollar y poner en marcha nuevos sistemas y procesos que apoyen y refuercen la nueva visión del futuro. La única garantía del cambio es la coherencia y su combustible la transparencia radical y la mejora continua. El cambio está sobrevalorado, infrautilizado, es de otros y es difícil. Démosle la vuelta, otorgémosle su justo valor, usémoslo en la dosis apropiada y, sobre todo, hagámoslo juntos. Hagamos del cambio una tarea compartida y conjunta.

Dejo a continuación la presentación utilizada en la sesión del curso #emprendeGrinUGR del 12 de diciembre de 2014. Aprovecho para agradecer a Esteban Romero por su invitación y darle la enhorabuena por la iniciativa.

Aprender, innovar y transformar en/la Universidad from Carlos Magro Mazo

 

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